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jueves, 15 de diciembre de 2011

Para volverse loco

El destino está fijado y es rígido como una línea férrea. El tren es colocado en el inicio cuando nace y no abandona las vías hasta que llega a su término y muere.
El trazado está determinado de antemano. No hay posibilidad de elección. Cuando el conductor cree que elige, sólo consigue otra vía en un cambio de agujas, pero la nueva línea también tiene su trazado y le lleva a una estación igualmente fijada.
El tren no puede salir de los raíles. El conductor tiene dos opciones: descarrilar o seguir. Y si sigue, otras dos posibilidades: se conforma y continúa hasta llegar al final, o no lo hace, se rebela, y entonces se le funde el panel de control.

Escapatoria

Yo la abrazaré bien fuerte y me la llevaré conmigo. Cuando todos se vayan, será el momento. Ahora, las enfermeras me besan y abrazan con ojos llorosos. Mi marido, sentado en un sillón y con las manos en la cabeza, está ausente. Los trámites, para mí, como siempre.
Por fin, la última enfermera se va a buscar al médico. Corro a la cuna, envuelvo a mi hijita en una manta y me asomo al pasillo. Nadie nos ve y salgo deprisa del hospital por la escalera de servicio. Tesoro mío nadie te meterá en una horrible cajita blanca.

viernes, 2 de diciembre de 2011

INTERPRETACIÓN.



"Por fin quietas las manitas. Ya está" -me dije. Retiré la almohada de su cara, él parecía dormido en la cuna.
Por la mañana, mamá vino a despertarle pero no se movió. "Ay Dios mío. Abre los ojitos, hijo –Chillaba y lloraba con él en brazos.
Papá vino enseguida, le envolvió deprisa en una manta y salimos corriendo al hospital. Allí, un señor con una bata verde les dijo a mis padres algo de una muerte súbita.
Sentado, papá miraba al suelo. Mamá, en otro sillón, me mecía como a un bebé.  Y yo, con ojos llorosos, me sorbía los mocos.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Recibió su merecido.

Y nada más existió hasta el próximo tren. No comió, no durmió y apenas bebió hasta que Silvia estuvo de nuevo frente a él. Y otra vez le faltó valor para decirle que la quería. Y ella le miró intensamente con sus ojos negros, aún más expectantes que otras veces, quemando el último cartucho. Y Raúl desvió la mirada, la clavó en la puntera de los zapatos y la dejó ahí. Y Silvia suspiró y se fue musitando un "adiós" acuoso. Y él dejó escapar el último tren.

jueves, 3 de noviembre de 2011

La fuerza de la tierra,

Como tantas veces había hecho de niño, José puso una piedra en el tirachinas, tensó las gomas y apuntó. El proyectil salió disparado hacia el objetivo.
Manuel recogía almendras junto al río, hizo una pausa y se quitó la gorra para secarse el sudor. En ese instante una piedra impactó en su sien, el hueso crujió y su nariz chocó contra el suelo. Una mancha roja se extendía lentamente alredor de la cabeza.
Hace cuarenta años José y Manuel jugaban juntos en el patio del colegio, en la actualidad se matan por la linde de unas tierras.

jueves, 13 de octubre de 2011

SECUENCIA


Son las doce horas, un minuto y quince segundos cuando abres los ojos y miras el reloj. No puedes dormir, te levantas, te vistes y sales a pasear por la calle mojada; aunque ahora ya no llueve.
Repentinamente, un chico muy joven sale de un portal y se abalanza sobre ti. En su mano derecha, temblorosa, tiene una navaja.
- Dame tu cartera -masculla entre dientes.
- No la tengo.
Él suda, extravía la mirada y te apuñala. Tu mejilla rebota en la acera. Ves las zapatillas de tu agresor mientras corre. Es la una y media. Cierras los ojos.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Agua y luz

Tú y yo podremos pasear juntos bajo ese cielo estrellado. Se lo dije de forma solemne, mirando fijamente sus ojos negros y ella me devolvió una sonrisa añadiendo: “¡Qué cursi! Eres mi mejor amigo y me haces reír, pero nadie es perfecto". Aunque un puño oprimió mi estómago, entre risas intenté una aproximación envolvente por el flanco izquierdo, que fue rechazada con un ademán gracioso de su brazo. Ambos reímos sin hablar durante unos segundos, después alegué una disculpa, me despedí y salí de su casa. Miré hacia arriba. Las estrellas brillan menos a través de dos gotas de agua.

domingo, 3 de julio de 2011

El destino cambia en sábado

Todos los sábados, mi mujer y yo desayunamos, uno frente al otro, delante de sendas tazas de café. Ninguno habla, absorto cada uno en sus pensamientos.
El sábado pasado, al igual que los demás, la situación se repetía, con la única salvedad de que yo tenía sobre la mesa unas hojas de papel. Rompí el silencio. Le dije que había escrito un relato, y que mientras lo hacía no podía dejar de pensar en ella ¿Quieres que te lo lea? -le pregunté. Me dijo que sí, me miró con una sonrisa irónica y levantó su taza.
Empecé a leer.

Viajábamos en un tren. En él se celebraba una fiesta. Sabía que me engañabas, era consciente de ello aunque no os había visto juntos. Estabas frente a mí y no te molestabas en afirmarlo ni en negarlo, ¿para qué? Recuerdo tu mirada segura y serena, como queriendo decir: “Ni es necesaria una explicación, ni me voy a molestar en darla". Tus ojos brillaban con una luminosidad que salía de detrás de las pupilas.
Me sentía por dentro como un jarrón hecho añicos y un puño metálico y helado me estrujaba el corazón. Sabía que tenía que reaccionar, pero ¿cómo? No hice nada, continué paralizado con los pies pegados al suelo, como si tuviera en ellos cola de contacto.
Me diste la espalda y te alejaste de mí, andando pausadamente hacia la puerta que comunicaba un vagón con otro. Tus movimientos al caminar denotaban satisfacción y seguridad en ti misma. Cruzaste la puerta y desapareciste tras ella.
El viaje era nocturno, y al despuntar el día el tren se detuvo en nuestra estación, que estaba invadida por la niebla.
Bajé al andén, al igual que otras muchas personas, entre el humo y los resoplidos procedentes de los bajos del tren. Permanecí allí, quieto, con la maleta a mis pies. El aire húmedo estaba impregnado de ese olor a metal y a suciedad que hay en todos los andenes.
Descendiste de otro vagón, cinco puertas más adelante. Al verme, viniste hacia mí, despreocupada. Al llegar,  me miraste en silencio y, después de varios segundos dijiste: “bueno...”. Yo no contesté, me limité a observarte. Volviste la cabeza hacia atrás, como buscando a alguien, con un poquito de impaciencia me quiso parecer, pero disimulaste francamente bien. Te giraste de nuevo, clavando tus ojos en mí sin pestañear. En tu boca se dibujó una media sonrisa y, de nuevo, miraste a medias por encima del hombro.
– Creo que está todo más o menos claro.  - acertaste a decir tras otro momento de duda.
-          Si..., lo está. – respondí.
-          Creo que sobran las palabras.
Lo dijiste con indiferencia.
-          Ahora sí sobran, pero antes no hubieran venido mal. – te respondí intentando mantenerme firme y no balbucear. 
Volviste a mirar por encima de tu hombro.
-          Tengo que irme.
Después de decir esto, dudaste un instante, y tras besarme en la mejilla, giraste sobre tus talones y te alejaste hacia la puerta por la que habías bajado. Junto a ella te esperaba un chico joven, alto, delgado, moreno,  con perilla y barba de dos o tres días. Vestía jersey a rayas horizontales verdes y blancas, pantalón vaquero y zapatillas deportivas. Su actitud y pose me perecieron ligeramente insolentes, como “sobradito”, podríamos decir. Parecía impaciente y algo hastiado por la espera, pero disimulaba bien. Miraba a su alrededor con suficiencia no exenta de desfachatez, con la confianza que le da al jugador una buena mano de cartas.
Subisteis de nuevo al tren y éste se puso en marcha.
Yo no subí. Permanecí en el andén sin moverme, con la mirada acuosa y fija en el último vagón mientras éste se alejaba de la estación.
Continué así algún tiempo, luego cogí mi maleta y me dirigí, arrastrando los pies, a la salida de la estación. Sólo había un taxi en la parada, cuyo conductor dormitaba al volante. Toqué con los nudillos la ventanilla y se despertó. Entré en el coche, que olía a ambientador dulzón y desagradable, y le indiqué la dirección de mi domicilio.
Cuando llegué a casa, las paredes se me vinieron encima. Me derrumbé en el sillón y contemplé absorto la pared de enfrente.
No sé cuánto tiempo pasó, me quedé dormido. Empezaba a anochecer cuando me levanté. Los minutos se me hacían horas, paseaba por las habitaciones como una fiera enjaulada. No aguantaba más y salí a la calle. Una ráfaga de aire frío me azotó el rostro y me despejó de golpe. Caminé sin rumbo durante un tiempo, pateando las calles mojadas por la humedad de la niebla. Volví a casa y me acosté.
Mi vida cotidiana no tenía rumbo ni dirección. Iba cada día de casa al trabajo y del trabajo a casa. Y allí, las paredes volvían a oprimirme, me agobiaba y sentía la necesidad de salir a la calle de nuevo. Sólo regresaba para dormir.
Los compañeros de trabajo, aparentemente, no notaban nada porque yo nunca había sido muy dicharachero, ni ejemplo de persona sociable y amena, más bien al contrario.
Al cabo de varios meses, sin que cambiara la situación, me fui encontrando paulatinamente mejor hasta que llegó aquel sábado.

Mientras yo leía, mi mujer me miraba sin pestañear. Sostenía la taza a medio camino entre la mesa y su boca. Hice una pausa. Ella no decía nada, sólo me miraba con expresión de sorpresa.
Continué.

 Ese día amaneció radiante. Un rayo de sol se coló por las rendijas de la persiana, a medio abrir, de mi habitación. Me levanté. No sé por qué, pero tarareaba una canción mientras lo hacía. Preparé un café fuerte y espeso. Primero disfruté de su denso aroma, y después, al beberlo, me supo especialmente bien. Salí a la calle, caminaba silbando. No acertaba a encontrar el motivo pero disfrutaba del paseo. La chica del quiosco de prensa me pareció hasta guapa, aunque no lo era en absoluto.
Fui a la estación a coger el tren. Hacía una semana que había empezado a recibir clases de esquí para distraerme, y hacia allí me dirigía
De pie en el andén, leía el periódico mientras esperaba que llegara mi tren. Al levantar la vista de las páginas, te encontré frente a mí. Estabas a metro y medio, inmóvil, con los pies juntos y los brazos resbalando a lo largo de los costados, al tiempo que me mirabas de hito en hito. Era el mismo andén desde el que subiste a aquel tren. Aquel al que yo miraba mientras se alejaba hasta que lo perdí de vista.
Tu pelo ondulado te caía por los hombros. Lo tenías descuidado y sin arreglar. Unas grandes ojeras surcaban tu cara por debajo de los ojos que, como dos manantiales temblorosos, estaban a punto de desbordarse. Habías llorado y parecía que lo ibas a hacer de nuevo. Estabas bastante desmejorada, pero a  pesar de todo estabas guapa, porque lo eras.
-          Hola. – dijiste con un hilo de voz.
-          Hola.
-          Te veo bien.
-          Tú también estás muy bien. – te mentí.
Siguió un embarazoso silencio mientras nos observábamos.
-          Mi vida es un desastre. – Balbuceaste, tragando saliva.
Una gota de agua resbaló por tu mejilla, y tras ésta, muchas más en cascada. Tus hombros se agitaban, arriba y abajo, al mismo ritmo de los sollozos que salían de tu pecho. Durante un instante dudé y estuve a punto de abrazarte, pero apreté los puños,  me contuve y no me moví. Cuando te calmaste, te enjugaste las lágrimas. En tus ojos, enrojecidos por el llanto, se leía que lo que más deseabas era una muestra de afecto por mi parte, al tiempo que escrutabas los míos en busca de algún atisbo de ese sentimiento. No debiste ver nada porque continuaste en el mismo sitio, sin moverte. Como yo seguía callado, hablaste de nuevo.
-          Lo he pasado muy mal. Él me menospreciaba constantemente, me hacía sentir vieja y al final me dejó.
-          Lo siento – acerté a decir.
-          Me he dado cuenta de lo que te quiero.
Al decirlo, una pequeña luz brilló en tus húmedos ojos.
-          Pues yo  me he dado cuenta de que no te quiero a ti.
La pequeña luz se apagó al oírme decir eso.
-          Me lo has hecho pasar muy mal, pero ya estoy saliendo del túnel - añadí.
-          ¿Ya no sientes nada por mí?
-          Me temo que no. Lo siento.
-          ¡Por favor, perdóname!
Te arrojaste en mis brazos, hundiendo la cabeza en mi pecho, deshecha, de nuevo, en un mar de lágrimas. Yo no te abracé y mis brazos permanecieron caídos a lo largo del cuerpo.
-          ¿Hay alguien más?
Lo dijiste con un hilo de voz mientras te separabas de mí.
-          No, no hay nadie. No quiero estar con nadie. Sólo quiero estar tranquilo. Estoy remontando el vuelo y no quiero parar de subir
-          Empecemos de nuevo, por favor.
Me mantuve en silencio.
-          ¡Te he perdido perdón! ¿Qué más quieres? - Me gritaste con la voz rasgada, presa de la desesperación -
-          No quiero nada.
-          Está bien. – dijiste ya más calmada.
-          Ya es tarde para los dos.
-          Bueno. –poco a poco, ibas recomponiendo tu postura.
-          Creo que llega mi tren.
El convoy se acercó y paró en el andén.
-          Adiós. – dije, y subí al vagón.
No contestaste. Sólo me mirabas con una expresión indefinible.
El tren arrancó, y a través de la ventanilla, te vi mirando como se alejaba. Estabas inmóvil, en la misma posición que yo, meses atrás, miraba como te ibas tú.

Cuando terminé de leer, mi mujer dijo que no le gustaba el final del relato. Que otro en mi lugar le hubiera perdonado. Pero que estaba claro que de mí no se podía esperar otra cosa, porque tanto escribiendo, mal por cierto, como en la vida real, no dejaba de ser un rencoroso vengativo. Y tras decir esto se levantó, recogió su taza y salió de la cocina. Después oí que salía de casa dando un portazo.
Me quedé pensativo, con la mirada perdida a través del cristal de la ventana. Di otro sorbo a mi café, que se había quedado frío, y con una mueca de disgusto dejé la taza sobre la mesa.




lunes, 27 de junio de 2011

Síndrome de muerte súbita

¿Puedo quedarme con sus juguetes? le preguntaste a tu madre mientras te sorbías los mocos y enjugabas tus lágrimas con un pañuelo. Claro que sí, cariño, contestó tragando saliva y también con los ojos húmedos. Te abrazó, te besó en la cabeza y salió del dormitorio.
La expresión de tu cara cambió cuando te quedaste solo. En ella se dibujó una sonrisa aviesa y cómplice mientras mirabas la almohada azul que había sobre la cama.

viernes, 24 de junio de 2011

De tripas corazón

Toca jotas hoy en un hotel de Zaragoza. Mañana, fandangos y seguidillas en otro de la misma cadena en Huelva.
Forma parte del equipo de animación de la empresa. Su mirada triste se pierde a través de la ventanilla del coche que les lleva a la capital onubense, mientras el dolor le corroe los huesos.
Llegan con el tiempo justo de engullir un bocadillo y comienza su actuación. El dolor es más fuerte, pero él se obliga a sonreír al turista noruego de nariz roja que le sopla en la cara con un matasuegras.

miércoles, 22 de junio de 2011

Fatalidad

De blanco y negro la veo aproximarse, lenta, pausada e inexorable. Siento un viejo escalofrío cuando la veo entrar de esa manera.
Angustiado quiero gritar «noooooooo». Y cuando cruza la línea, el estadio entero ruge: «gooooooooool».

Efecto inmediato

Ella se marchó dando un portazo y el corazón de él estalló. La explosión se llevó por delante todos sus sentimientos y emociones. Con los pies pegados al suelo, miraba sin ver la puerta cerrada.
 Ella volvió a entrar apresuradamente, y llorando se arrojó en sus brazos pidiéndole perdón. Le besó apasionadamente como nunca en su vida. Él no respondió. Cuando sus bocas se separaron, la miró con una sonrisa extraviada y la baba resbalándole por la comisura. Ya sólo quería comer y dormir.

Cambio de Planes

La bala, en la sien. Es la mejor forma de suicidarse. El hombre me lo dijo desdeñosamente, mientras se guardaba el dinero que acababa de pagarle por el arma. Me entregó la pistola al tiempo que me soplaba el humo de su cigarro en la cara. Sonrió despectivamente, se giró y empezó a alejarse.

El disparo retumbó en el callejón. La sangre manaba del agujero en la nuca del hombre tendido boca abajo. Me acerqué y le susurré entre dientes: "No me gusta que me echen el humo en la cara".