Ocho de la tarde. Terminas tu jornada laboral
como ejecutivo de una empresa importante. Arrastrando los pies, con las manos
en los bolsillos y los hombros caídos, te diriges al garaje donde está aparcado
tu coche de gama alta.
A las nueve, llegas a
tu domicilio situado en una urbanización lujosa. Cenas mientras ves la
televisión, y no prestas atención a lo que comes ni a lo que ves.
Constatas un día más
que eres prácticamente invisible para tu mujer y tus hijos, ocupados en sus
quehaceres cotidianos. Te acuestas temprano y lees un poco hasta que te
duermes.
Sueñas que caes en un
abismo sin fondo. Las paredes negras pasan veloces ante tus ojos en sentido
ascendente. Agitas brazos y piernas, el estómago se te sube a la garganta y un
grito desgarrado sale de ella.
Te despiertas sentado
en la cama, jadeando y bañado en un sudor frío. Por un momento sientes alivio
porque sólo era un sueño, pero en el instante siguiente, te das cuenta de que
continúas cayendo en un abismo insondable.