Buscar este blog

domingo, 3 de julio de 2011

El destino cambia en sábado

Todos los sábados, mi mujer y yo desayunamos, uno frente al otro, delante de sendas tazas de café. Ninguno habla, absorto cada uno en sus pensamientos.
El sábado pasado, al igual que los demás, la situación se repetía, con la única salvedad de que yo tenía sobre la mesa unas hojas de papel. Rompí el silencio. Le dije que había escrito un relato, y que mientras lo hacía no podía dejar de pensar en ella ¿Quieres que te lo lea? -le pregunté. Me dijo que sí, me miró con una sonrisa irónica y levantó su taza.
Empecé a leer.

Viajábamos en un tren. En él se celebraba una fiesta. Sabía que me engañabas, era consciente de ello aunque no os había visto juntos. Estabas frente a mí y no te molestabas en afirmarlo ni en negarlo, ¿para qué? Recuerdo tu mirada segura y serena, como queriendo decir: “Ni es necesaria una explicación, ni me voy a molestar en darla". Tus ojos brillaban con una luminosidad que salía de detrás de las pupilas.
Me sentía por dentro como un jarrón hecho añicos y un puño metálico y helado me estrujaba el corazón. Sabía que tenía que reaccionar, pero ¿cómo? No hice nada, continué paralizado con los pies pegados al suelo, como si tuviera en ellos cola de contacto.
Me diste la espalda y te alejaste de mí, andando pausadamente hacia la puerta que comunicaba un vagón con otro. Tus movimientos al caminar denotaban satisfacción y seguridad en ti misma. Cruzaste la puerta y desapareciste tras ella.
El viaje era nocturno, y al despuntar el día el tren se detuvo en nuestra estación, que estaba invadida por la niebla.
Bajé al andén, al igual que otras muchas personas, entre el humo y los resoplidos procedentes de los bajos del tren. Permanecí allí, quieto, con la maleta a mis pies. El aire húmedo estaba impregnado de ese olor a metal y a suciedad que hay en todos los andenes.
Descendiste de otro vagón, cinco puertas más adelante. Al verme, viniste hacia mí, despreocupada. Al llegar,  me miraste en silencio y, después de varios segundos dijiste: “bueno...”. Yo no contesté, me limité a observarte. Volviste la cabeza hacia atrás, como buscando a alguien, con un poquito de impaciencia me quiso parecer, pero disimulaste francamente bien. Te giraste de nuevo, clavando tus ojos en mí sin pestañear. En tu boca se dibujó una media sonrisa y, de nuevo, miraste a medias por encima del hombro.
– Creo que está todo más o menos claro.  - acertaste a decir tras otro momento de duda.
-          Si..., lo está. – respondí.
-          Creo que sobran las palabras.
Lo dijiste con indiferencia.
-          Ahora sí sobran, pero antes no hubieran venido mal. – te respondí intentando mantenerme firme y no balbucear. 
Volviste a mirar por encima de tu hombro.
-          Tengo que irme.
Después de decir esto, dudaste un instante, y tras besarme en la mejilla, giraste sobre tus talones y te alejaste hacia la puerta por la que habías bajado. Junto a ella te esperaba un chico joven, alto, delgado, moreno,  con perilla y barba de dos o tres días. Vestía jersey a rayas horizontales verdes y blancas, pantalón vaquero y zapatillas deportivas. Su actitud y pose me perecieron ligeramente insolentes, como “sobradito”, podríamos decir. Parecía impaciente y algo hastiado por la espera, pero disimulaba bien. Miraba a su alrededor con suficiencia no exenta de desfachatez, con la confianza que le da al jugador una buena mano de cartas.
Subisteis de nuevo al tren y éste se puso en marcha.
Yo no subí. Permanecí en el andén sin moverme, con la mirada acuosa y fija en el último vagón mientras éste se alejaba de la estación.
Continué así algún tiempo, luego cogí mi maleta y me dirigí, arrastrando los pies, a la salida de la estación. Sólo había un taxi en la parada, cuyo conductor dormitaba al volante. Toqué con los nudillos la ventanilla y se despertó. Entré en el coche, que olía a ambientador dulzón y desagradable, y le indiqué la dirección de mi domicilio.
Cuando llegué a casa, las paredes se me vinieron encima. Me derrumbé en el sillón y contemplé absorto la pared de enfrente.
No sé cuánto tiempo pasó, me quedé dormido. Empezaba a anochecer cuando me levanté. Los minutos se me hacían horas, paseaba por las habitaciones como una fiera enjaulada. No aguantaba más y salí a la calle. Una ráfaga de aire frío me azotó el rostro y me despejó de golpe. Caminé sin rumbo durante un tiempo, pateando las calles mojadas por la humedad de la niebla. Volví a casa y me acosté.
Mi vida cotidiana no tenía rumbo ni dirección. Iba cada día de casa al trabajo y del trabajo a casa. Y allí, las paredes volvían a oprimirme, me agobiaba y sentía la necesidad de salir a la calle de nuevo. Sólo regresaba para dormir.
Los compañeros de trabajo, aparentemente, no notaban nada porque yo nunca había sido muy dicharachero, ni ejemplo de persona sociable y amena, más bien al contrario.
Al cabo de varios meses, sin que cambiara la situación, me fui encontrando paulatinamente mejor hasta que llegó aquel sábado.

Mientras yo leía, mi mujer me miraba sin pestañear. Sostenía la taza a medio camino entre la mesa y su boca. Hice una pausa. Ella no decía nada, sólo me miraba con expresión de sorpresa.
Continué.

 Ese día amaneció radiante. Un rayo de sol se coló por las rendijas de la persiana, a medio abrir, de mi habitación. Me levanté. No sé por qué, pero tarareaba una canción mientras lo hacía. Preparé un café fuerte y espeso. Primero disfruté de su denso aroma, y después, al beberlo, me supo especialmente bien. Salí a la calle, caminaba silbando. No acertaba a encontrar el motivo pero disfrutaba del paseo. La chica del quiosco de prensa me pareció hasta guapa, aunque no lo era en absoluto.
Fui a la estación a coger el tren. Hacía una semana que había empezado a recibir clases de esquí para distraerme, y hacia allí me dirigía
De pie en el andén, leía el periódico mientras esperaba que llegara mi tren. Al levantar la vista de las páginas, te encontré frente a mí. Estabas a metro y medio, inmóvil, con los pies juntos y los brazos resbalando a lo largo de los costados, al tiempo que me mirabas de hito en hito. Era el mismo andén desde el que subiste a aquel tren. Aquel al que yo miraba mientras se alejaba hasta que lo perdí de vista.
Tu pelo ondulado te caía por los hombros. Lo tenías descuidado y sin arreglar. Unas grandes ojeras surcaban tu cara por debajo de los ojos que, como dos manantiales temblorosos, estaban a punto de desbordarse. Habías llorado y parecía que lo ibas a hacer de nuevo. Estabas bastante desmejorada, pero a  pesar de todo estabas guapa, porque lo eras.
-          Hola. – dijiste con un hilo de voz.
-          Hola.
-          Te veo bien.
-          Tú también estás muy bien. – te mentí.
Siguió un embarazoso silencio mientras nos observábamos.
-          Mi vida es un desastre. – Balbuceaste, tragando saliva.
Una gota de agua resbaló por tu mejilla, y tras ésta, muchas más en cascada. Tus hombros se agitaban, arriba y abajo, al mismo ritmo de los sollozos que salían de tu pecho. Durante un instante dudé y estuve a punto de abrazarte, pero apreté los puños,  me contuve y no me moví. Cuando te calmaste, te enjugaste las lágrimas. En tus ojos, enrojecidos por el llanto, se leía que lo que más deseabas era una muestra de afecto por mi parte, al tiempo que escrutabas los míos en busca de algún atisbo de ese sentimiento. No debiste ver nada porque continuaste en el mismo sitio, sin moverte. Como yo seguía callado, hablaste de nuevo.
-          Lo he pasado muy mal. Él me menospreciaba constantemente, me hacía sentir vieja y al final me dejó.
-          Lo siento – acerté a decir.
-          Me he dado cuenta de lo que te quiero.
Al decirlo, una pequeña luz brilló en tus húmedos ojos.
-          Pues yo  me he dado cuenta de que no te quiero a ti.
La pequeña luz se apagó al oírme decir eso.
-          Me lo has hecho pasar muy mal, pero ya estoy saliendo del túnel - añadí.
-          ¿Ya no sientes nada por mí?
-          Me temo que no. Lo siento.
-          ¡Por favor, perdóname!
Te arrojaste en mis brazos, hundiendo la cabeza en mi pecho, deshecha, de nuevo, en un mar de lágrimas. Yo no te abracé y mis brazos permanecieron caídos a lo largo del cuerpo.
-          ¿Hay alguien más?
Lo dijiste con un hilo de voz mientras te separabas de mí.
-          No, no hay nadie. No quiero estar con nadie. Sólo quiero estar tranquilo. Estoy remontando el vuelo y no quiero parar de subir
-          Empecemos de nuevo, por favor.
Me mantuve en silencio.
-          ¡Te he perdido perdón! ¿Qué más quieres? - Me gritaste con la voz rasgada, presa de la desesperación -
-          No quiero nada.
-          Está bien. – dijiste ya más calmada.
-          Ya es tarde para los dos.
-          Bueno. –poco a poco, ibas recomponiendo tu postura.
-          Creo que llega mi tren.
El convoy se acercó y paró en el andén.
-          Adiós. – dije, y subí al vagón.
No contestaste. Sólo me mirabas con una expresión indefinible.
El tren arrancó, y a través de la ventanilla, te vi mirando como se alejaba. Estabas inmóvil, en la misma posición que yo, meses atrás, miraba como te ibas tú.

Cuando terminé de leer, mi mujer dijo que no le gustaba el final del relato. Que otro en mi lugar le hubiera perdonado. Pero que estaba claro que de mí no se podía esperar otra cosa, porque tanto escribiendo, mal por cierto, como en la vida real, no dejaba de ser un rencoroso vengativo. Y tras decir esto se levantó, recogió su taza y salió de la cocina. Después oí que salía de casa dando un portazo.
Me quedé pensativo, con la mirada perdida a través del cristal de la ventana. Di otro sorbo a mi café, que se había quedado frío, y con una mueca de disgusto dejé la taza sobre la mesa.




No hay comentarios:

Publicar un comentario